Año Cero

América del Norte, sin alternativas

La normalización de la tragedia, la corrupción y el abuso de poder es la antesala de la resignación social, y la resignación es el peor enemigo de la democracia.

Cuando Ludwig van Beethoven compuso la Tercera Sinfonía, también conocida como la Heroica, dedicó originalmente este movimiento a Napoleón Bonaparte, el hombre que estaba reformando Europa con sus códigos y su nueva forma de gobernar. Napoleón representaba para Beethoven el símbolo de la transformación, la ruptura con un orden antiguo y el ascenso de un liderazgo que, al menos en apariencia, promovía los valores de libertad, igualdad y fraternidad que la Revolución Francesa había prometido. Sin embargo, cuando Napoleón se auto declaró emperador la admiración de Beethoven desapareció, como también lo hizo su dedicatoria.

Más allá de su armonía y de su orquesta, la Tercera Sinfonía estaba inspirada en la idea de un líder que encarnaba los ideales republicanos y la lucha por la libertad. Esta historia revela algo profundo: incluso el arte más sublime surge de decisiones políticas y de contextos históricos marcados por rupturas y transformaciones. La música, como la política, es testimonio de su tiempo.

Hoy, en un mundo saturado de noticias, escándalos, declaraciones y sobrecarga de información, corremos el riesgo de aceptar lo extraordinario como normal. El hecho de que algo sea frecuente no lo hace menos alarmante. Vivir rodeados de excesos, abusos, injusticias y absurdos no significa que debamos naturalizarlos. La normalización de la tragedia, la corrupción y el abuso de poder es la antesala de la resignación social, y la resignación es el peor enemigo de la democracia.


En tiempos de Napoleón, no fueron las fuerzas externas las que amenazaban la idea de república en Europa, sino su propia y deficiente gestión. Esa misma lógica se repite en nuestros días: no son enemigos externos los que desmoronan los sistemas democráticos, sino su incapacidad interna de generar confianza, resultados y dirección, casi siempre justificada en nombre del voto, de la legitimidad formal o de la defensa de una supuesta estabilidad.

Vivimos una paradoja en América del Norte: las dos principales potencias carecen de verdaderas alternativas políticas. En México, la Cuarta Transformación ha consolidado su poder a pesar de sus limitaciones, contradicciones y desafíos acumulados, gracias a una oposición desarticulada y sin visión, y a un aparato de comunicación que ha convertido en épica cualquier acción mínima de gobierno. Al norte, la “Agenda Woke” ha distanciado al Partido Demócrata de su base tradicional de clase media, obreros sindicalizados y comunidades rurales, debilitando su liderazgo y dejando el camino abierto a Donald Trump y su movimiento, que ha sabido apropiarse de la narrativa de la frustración y el resentimiento con maestría.

Así, mientras Morena concentra la actividad política y la oposición mexicana se diluye en sus pleitos internos y su incapacidad para articular un proyecto nacional, en Estados Unidos el Partido Republicano se ha convertido en un vehículo personalista de Trump más que en un partido con visión, propuesta estratégica y liderazgo colectivo. La división demócrata y la concentración morenista terminan produciendo el mismo fenómeno: la ausencia de competencia real, el estancamiento de los debates públicos y la construcción de sistemas políticos sin alternativas, donde la ciudadanía vota más por miedo que por convicción, más por lealtades heredadas que por propuestas de futuro.

Es el ciclo inevitable de los sistemas monopólicos, sean partidos únicos o movimientos hegemónicos: se nutren de expectativas hasta que, sin competencia real, colapsan bajo su propio peso. Las promesas incumplidas, la frustración de la gente y la corrupción interna hacen que la estructura se vuelva cada vez más pesada, ineficiente y alejada de la realidad, hasta que su caída es inevitable.

Hoy, la política estadounidense se define por un puñado de escaños. Elon Musk, por ejemplo, ya entregó 283 millones de dólares para financiar la campaña de Trump. Bastaría con que decidiera apoyar a seis congresistas y tres senadores para redefinir la mayoría en Capitol Hill. Su influencia es tan grande que, si lograra un acuerdo con Gavin Newsom y moderara la “Agenda Woke” en California, podría colocar tres congresistas en ese estado demócrata, resintiendo la hegemonía de Trump sin siquiera tocar formalmente al Partido Republicano.

No se trata de conspiraciones fantasiosas, sino de la nueva política real. El nuevo Napoleón ya no necesita ejércitos, necesita algoritmos, dinero y plataformas digitales que amplifiquen su voluntad y fortalezcan su control. Ya no es indispensable conquistar territorios con armas, basta con colonizar conciencias, tendencias y discursos, y financiar a quienes defiendan los intereses propios, sin importar los partidos a los que pertenezcan.

El gran problema de vivir en países sin alternativas políticas es que, salvo que exista un ejercicio de autodisciplina, regeneración interna y reforma institucional real, la única vía para cambiar la tendencia es la violencia institucional. No se trata de violencia militar ni de enfrentamientos sociales abiertos, sino del derrumbe interno del sistema, producto de su propia parálisis, corrupción y desvinculación con la sociedad. Es la implosión silenciosa de estructuras políticas incapaces de generar horizontes de futuro, atrapadas en su propio laberinto de poder y lealtades, donde cada decisión se toma pensando en preservar espacios antes que en resolver problemas.

Mientras Trump aprovecha esta fragmentación y Morena concentra la política mexicana como ni el PRI logró en su apogeo, ambos países quedan expuestos a sus propias contradicciones y debilidades estructurales. Estados Unidos, con un sistema bipartidista roto y capturado por intereses de minorías radicalizadas, se enfrenta al riesgo de normalizar la política como espectáculo sin responsabilidad. México, con un partido hegemónico que controla no solo el Ejecutivo y el Legislativo sino la narrativa pública y la moral social, enfrenta el peligro de confundir apoyo popular con licencia para gobernar sin límites ni rendición de cuentas.

Trump y Morena comparten un destino común: el desgaste acelerado de su legitimidad. Cuando la alternativa política desaparece, lo único que le sucede a la fuerza hegemónica que gobierna es que la lucha entre bandos, los pequeños intereses, la impunidad, la protección y, sobre todo, la existencia de un líder por encima de todo –que castigue y premie– se convierte en su único combustible. Primero, para tener control interno. Segundo, para crear una oferta política que le permita, al menos durante un tiempo, seguir ganando elecciones, aunque no se sepa para qué.

Nada es para siempre. Lo que hoy vemos, en medio de esta borrachera de abuso, desgracia, ausencia de justicia y de seguridad, engendra en algún rincón una alternativa para un sistema que, pese a lo que parece, ya solo tiene una actividad: la implosión interna, como sucede siempre con los partidos únicos, destinados a administrar y vivir de las esperanzas de los pueblos. Los sistemas monopólicos, como los partidos únicos, se nutren de expectativas…hasta que colapsan.

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