El poema Recessional (que no hay traducción literal aunque podría identificarse como el Himno final), de Rudyard Kipling, escrito tras la muerte de la reina Victoria de Inglaterra, contiene muchos versos que hoy resultan pertinentes. Pero hay uno que resuena con especial fuerza:
El tumulto y los gritos mueren;
Los capitanes y los reyes parten:
Aún sigue en pie tu antiguo sacrificio,
Un corazón humilde y contrito.
Señor Dios de los ejércitos, esté con nosotros todavía,
¡Para que no lo olvidemos! ¡Para que no lo olvidemos!
Lo que hoy ocurre en América del Norte no es distinto de lo que sucede en el resto del mundo. Ser parte de la condición humana implica, primero, una enorme capacidad de negación ante la realidad, y segundo, una rebelión inconsciente frente a los grandes cambios. Cuando algo nos asusta, cerramos los ojos.
El ser humano tiene poca disposición para aceptar dos verdades simples: que el contrato de la vida sólo tiene dos cláusulas –nacemos y morimos–, y que la felicidad no es un estado colectivo, sino profundamente individual.
Hoy todo está cambiando. El presidente de Estados Unidos parece decidido a revivir la época más dura del capitalismo más crudo de su país. No se percibe en él una vocación solidaria, ni siquiera hacia las naciones vecinas que podrían verse afectadas por sus decisiones.
El cambio conceptual del Departamento de Defensa al espíritu del antiguo y nuevamente catalogado como el Departamento de Guerra evoca a los tiempos de William McKinley y de los líderes que moldearon la idea de un imperio estadounidense. Todo aquello que Theodore Roosevelt y su secretario de Estado, John Hay –que fue secretario de Estado tanto de McKinley como de Roosevelt– imaginaron para justificar la expansión de Estados Unidos, parece que en la actualidad ha quedado olvidado.
Viendo el panorama actual, desde las tumbas de la historia resurgen figuras como John Pierpont Morgan, John Davison Rockefeller o Andrew Carnegie. Es como si el espíritu de los magnates de la era industrial volviera a ocupar los pasillos donde alguna vez se levantó el gran depósito de agua que hoy es la Biblioteca Pública de Nueva York: un símbolo de cómo los Estados Unidos se reinventó a partir del conocimiento, la ciencia y el poder económico.
Pero ese país, tal como lo conocimos, ya no existe. Las circunstancias que dieron origen al Tratado de Libre Comercio de América del Norte –el TLCAN, antecesor del T-MEC– eran otras. Ese acuerdo nació antes de la gran burbuja tecnológica, antes de la revolución digital. Fue el resultado de la reflexión de que era mejor construir una cierta unidad económica entre México, Estados Unidos y Canadá que perpetuar y fomentar la desigualdad y el resentimiento.
El mundo de Donald Trump, en cambio, es un mundo de violencia conceptual. Su política parte de una premisa simple y peligrosa: sólo me interesa mi pueblo pero, sobre todo, quienes creo que están de mi lado. Y aunque los gobiernos anteriores tampoco fueron benefactores desinteresados, al menos comprendían que la estabilidad global requería equilibrio y cooperación.
Hoy, con un giro industrial agresivo y una política exterior cada vez más cerrada, el escenario es distinto. No hay que engañarse: el primer imperio del mundo ya no es Estados Unidos, es China. Europa atraviesa una crisis de debilidad estructural, y las democracias occidentales se ven forzadas a replegarse. En este contexto, la política estadounidense se parece más a la de los viejos empresarios salvajes y presidentes sin freno que a la de un país que busca el equilibrio geoestratégico.
Nada de lo que ocurre en la actualidad debería sorprendernos. La propuesta de Germán Larrea a Citi para comprar el 100% de Banamex no es una simple operación financiera; es también un ajuste de cuentas. En el fondo, viejos rivales del poder económico mexicano vuelven a encontrarse para saldar deudas pendientes bajo el disfraz de una transacción.
Además, Larrea es un hombre con gran peso en Estados Unidos. Su dominio sobre las minas y los materiales estratégicos ha convertido al Grupo México en un actor más cercano a la lógica estadounidense que a la mexicana. Detrás de la compra hay intereses financieros, pero también una línea política: la nostalgia de los tiempos duros, de los capitales que concentraban poder y dictaban el rumbo de las naciones.
Por eso, esta operación –sea cual sea su desenlace– debe analizarse desde una perspectiva amplia: qué la motiva, quién la respalda y qué implicaciones tiene en un entorno donde la geopolítica y los negocios se entrelazan más que nunca.
Al final, lo que está en juego no es sólo una institución bancaria, sino la pugna entre dos modelos: el del viejo orden financiero que consolidó a grupos como el de Chico Pardo, y el de una nueva etapa donde la revancha, tanto política como económica, parece marcar la pauta. Así como Trump no desaprovecha la oportunidad de cobrar viejas heridas, también hay empresarios y financieros que ven en este momento la ocasión perfecta para ajustar cuentas con el pasado.
Y, como decía Kipling, cuando los capitanes y reyes mueren en soledad, lo único que queda es el recuerdo de lo que fueron… y la lección de lo que el poder, sin memoria, siempre termina repitiendo y que no podemos olvidar.