Entre quienes pregonan vivir ya bajo una dictadura constitucional y quienes afirman animar al país más democrático del mundo, la desconfianza constituye la mayor de las certezas.
La exageración ha borrado lo justo con tal de imponer una narrativa capaz de generar una realidad alterna y ganar fanáticos, tergiversando lo fáctico y lo histórico. Todo en aras de rediseñar el pasado y apropiarse del futuro, convirtiendo el presente en arena de lucha, donde las verdades a medias y las mentiras completas torturan a la sensatez y el equilibrio. Batalla en la cual a la resistencia —la oposición es una leyenda— y al oficialismo poco les importa contradecirse u olvidar posturas adoptadas o defendidas antes.
El paquete de reformas legislativas relacionadas directa o indirectamente con la seguridad pública e interior desnudó la deslealtad y la incongruencia de ambas partes con su ideario y, así, la resistencia sostiene que se legalizó el autoritarismo, la militarización, la censura y el espionaje, mientras el oficialismo jura haber sentado las bases para garantizar derechos y libertades en un marco seguro.
Lo cierto, ni se clausuró el paraíso ni se inauguró el infierno. Como tantas otras veces —sin construir acuerdos ni darle perspectiva al asunto—, la fuerza en el poder recreó el andamiaje jurídico e institucional necesario para implementar y ensayar su estrategia ante el crimen, prescindiendo de mecanismos de control y desmantelando o neutralizando instituciones que servirían de contrapeso. Por eso y pese a los reconocibles golpes dados al crimen, el recelo norma la relación entre la resistencia y el oficialismo.
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Con toda libertad, la resistencia denuncia a los cuatro jinetes del apocalipsis de la democracia —autoritarismo, militarización, censura y espionaje—. Incluso, hay quienes ya extendieron el certificado de defunción de aquella y esperan la expedición del acta.
Esas voces sugieren que se avanzaba rumbo al paraíso democrático y los gobiernos morenistas cambiaron el curso en dirección al infierno autoritario, cuya flama sube y baja a control remoto; no la jefa del Ejecutivo, sino su padrino. Burla burlando y procurando no desatar su ira, desconocen el mando de la presidenta, aunque hasta ahora no han descendido al nivel de los atípicos porros, necios en apodarla de la peor manera posible. Si antes hubo autoritarismo, ya no se acuerdan, así muchas de las reformas del salinismo, zedillismo y peñanietismo se hayan concebido a puerta cerrada y armado a partir de acuerdos cupulares. Esa parte del disco o discurso duro se les perdió quién sabe cómo.
En el contraste y la manía de ignorar los vasos comunicantes entre distintas acciones, el oficialismo rigidiza el marco jurídico e institucional de la seguridad sin advertir una obviedad. Otras reformas emprendidas u omitidas complican la posibilidad de la nueva estrategia contra el crimen y ponen en duda la supuesta vocación democrática de la pretendida transformación. Bajo la divisa de que las mayorías parlamentarias son para hacer lo que se quiera sin que ello sea lo indicado, el oficialismo endurece la política anticriminal al tiempo de reblandecer la impartición de justicia y experimentar la elección de las personas juzgadoras; de eliminar, fusionar o deformar órganos constitucionales autónomos que servían de contrapeso; y de dejar inmune a la procuración de justicia. Eso sí, se regodea al hablar de la democracia verdadera. A ver qué sale, podría ser su conclusión preliminar.
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Algo aún más curioso ocurre con la militarización de la seguridad y la adopción de políticas y prácticas ligadas con la inteligencia que estrechan la vigilancia sobre el crimen y la ciudadanía.
Los voceadores de la dictadura acusan la militarización, omitiendo que, a lo largo del siglo y sin marco jurídico, se ha empleado a las fuerzas armadas para contener (sin éxito) al crimen. Pierden de vista que el empoderamiento del Ejército y la Marina no radica en el desempeño de esa tarea, sino en la participación de labores administrativas y empresariales ajenas a ellas. Tienen razón, empero, al señalar que la adscripción de la Guardia a la Defensa en la Constitución aleja la posibilidad de civilizar (en vez de militarizar) la seguridad. Y, en cuanto a la legalización del empleo de recursos y prácticas relacionadas con la inteligencia en materia de seguridad, patinan los tutores de la democracia: antes reclamaban menos fuerza y más inteligencia y, ahora, que se quiere producir inteligencia, exigen no hacerlo. ¿Cómo? ¿En qué quedamos?
A su vez, los promotores de desarmar viejas instituciones sin asegurar las nuevas dan de machicuepas para desmentir que la adscripción de la Guardia a la Defensa suponga la militarización porque la Comandanta en Jefa es civil. ¡Por favor! Callan que, en el afán del expresidente de transformar la vocación de las fuerzas armadas, quien cambió la vocación fue el exmandatario: terminó en brazos (sin balazos) de ellas y, ahora, la sucesora ensaya una política híbrida. Y, en cuanto al uso de la inteligencia en materia de seguridad, el mismo oficialismo se ha encargado de desacreditar la idea. El expresidente usó datos personales para amedrentar no a criminales, sino a adversarios, y la actual mandataria solapa el hostigamiento de periodistas y ciudadanos por parte de instituciones y gobiernos para inhibir la crítica, negando desde luego practicar la censura y el espionaje.
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El país no venía del paraíso democrático ni va necesariamente al infierno autoritario; se encuentra en el limbo que, al parecer, no existe. Por lo pronto, los pregoneros de la dictadura constitucional y los apologetas de la transformación sin garantía han logrado generar una profunda desconfianza.